lunes, 23 de marzo de 2015

CONEXIÓN JPG

                       

                         Juan Pablo Guillet
                el hombre de las conexiones

                             
             “Ya que a ti te gusta hacer conexiones”
             le dijo  el superior con una sonrisa medio burlona..


Por Eloy Roy

En aquel tiempo, 60 años atrás, no había computadoras, ni  Internet, ni Facebook, ni Tweeter, ni iPhone, ni teléfonos portables. Los 400 000 habitantes del Sur de Honduras podían contar con apenas el telégrafo y cuatro o cinco teléfonos que chirriaban mucho. Dios vio la cosa y le preocupó. Pensó que un pueblo tan disperso en las montañas y tan poco “conectado” debía llevar una vida triste y le dio lástima. Pero descubrió que allí existía la RADIO. Entonces le vino una idea. 

Fijándose en Juan-Pablo Guillet, su amigo, lo colmó de un montón de talentos. Lo bendijo con el don particular de hacer “conexiones” con cables eléctricos y le regaló además un gusto marcado por el Evangelio de Jesús, por los micrófonos, las cámaras, los audiovisuales, las películas y la música. Luego  envió a su amigo Juan-Pablo a Choluteca con la misión de “conectar” a todo el pueblo de la zona.

Fue así como, en enero de 1959, el  joven Juan-Pablo,  sacerdote de la Sociedad de Misiones-Extranjeras de Quebec, aterrizó en Tegucigalpa, se subió a una “baronesa”  (camión-bus) cargada a topes de pasajeros, de equipajes e incluso de animales, y fue a parar en los vapores de Choluteca, de por sobrenombre “la Sultana del Sur”, después de demorar nueve largas horas para recorrer los 145 km que lo separaban de la Capital.

Montando una pequeña Vespa, manejando su furgoneta Volkswagen, tocando el acordeón o cantando,  este sacerdote desbordante de energía, llamó enseguida la atención del pequeño mundo de Choluteca que no tardó en percibirlo como un hombre de muy buena onda.

En un principio, como todo buen misionero, Juan Pablo bautizó a miles de niños. Surcó las montañas a lomo de mula para acompañar a los enfermos en sus últimos momentos. Conoció las faenas de las fiestas patronales en las capillas de los pueblos remotos de la montaña.

De pronto, junto con Guillermo Aubuchon y Henri Coursol,  y con otros compañeros de la misma hermandad, acometió la tarea de agrupar en torno a dirigentes en cierne, a grandes porciones de ese pueblo desparramado entre centenares de  pequeñas localidades mal comunicadas. 

Sacando provecho de las riquezas inagotables de la religiosidad popular, estos pioneros de la misión implantaron  entonces movimientos tan tradicionales como el Apostolado de la oración, la Legión de María y los Caballeros Católicos. Como si de nada fuera, estas pequeñas organizaciones iban a poner las primeras piedras de una obra mayor que pronto salvaría las paredes de las capillas y transformaría a millares de humildes laicos en  agentes de un profundo cambio de la sociedad.

La gran aventura de la Radio

La misión propiamente dicha de Juan Pablo comenzó el día en que colgó unas bocinas grandes de los campanarios de la venerable iglesia de Choluteca y las hizo hablar.  Fue la  sensación en la pequeña ciudad. A la gente le encantó escuchar su propia música y oír voces conocidas hablar de cosas cercanas a su realidad. Siguieron después las atractivas proyecciones de audiovisuales sobre las paredes de las capillas de los pequeños pueblos del campo. Por todas partes, gente que ayer aún era muda, se sorprendía de repente a decir cosas, a comentar, a participar…  Con esas primeras experiencias  Juan Pablo descubrió una felicidad única que lo confirmó en su deseo de dar voz a los sin voz, “conectándola” con la voz del más famoso hombre del campo en el mundo: Jesús de Nazaret.

Después de cuatro años en Choluteca, Juan Pablo se trasladó a la Capital  para asumir la responsabilidad de la parroquia de La Guadalupe.  No había llegado allí cuando a Evelio Domínguez, el obispo auxiliar de Tegucigalpa, se le ocurrió pedir a la SME que le prestara un sacerdote para dirigir un proyecto de “Escuelas radiofónicas” en la Voz de Suyapa, la radio católica de Honduras. Guillermo, el superior,  le comentó el asunto a Juan Pablo, y con una sonrisita escéptica y medio burlona, le dijo: “Ya que a ti te gusta hacer conexiones, quizás podrías sacarles de apuro.”…  Armado con tan prestigioso diploma y ardoroso respaldo,  Juan Pablo zambulló de cabeza en el proyecto de las Escuelas radiofónicas de Honduras y, de la noche a la mañana, se improvisó arquitecto e ingeniero de lo que, muy probablemente,  llegara a ser con el tiempo la obra clave de la misión de la SME en Honduras.


Ya Juan Pablo, unos años antes, casualmente por radio,  había oído hablar de Escuelas radiofónicas que funcionaban en un lugar de Colombia llamado Sutatenza. El comentario era que esas escuelas hacían maravillas entre los campesinos de la región. Juan Pablo recordaba que al escuchar eso él se había entusiasmado y había dicho para sus adentros: ¡“Algo así haría falta en Honduras! ». Le pareció que por lo pronto su deseo estaba por cumplirse, pero a condición de que él mismo lo armara todo desde cero.  Entonces se pegó un viaje rápido a Sutatenza. Quedó fascinado por lo que vio allí y volvió con la mochila llena de ideas para el proyecto de Honduras.

De regreso a Tegucigalpa, “el hombre de las conexiones”  se rodeó de un equipo de profesionales y un grupo de jóvenes muy motivados. Se creó el Comité de apoyo con el nombre de “Acción Cultural Popular Hondureña”. Pronto se compartieron los sueños, se repartieron las tareas y, al cabo de unos meses de trabajo arduo, las Escuelas radiofónicas entraban en ondas.

Comenzaba entonces una aventura que iba a traer literalmente  al mundo cientos de millares de campesinos, en su mayoría analfabetos, quienes  desde siempre se encontraban privados de medios elementales para crecer simplemente como familias, como productores agrícolas, como artesanos, como ciudadanos y cristianos comprometidos, y como personas conscientes, libres y responsables de su destino.  

Las Escuelas Radiofónicas penetraron en todas partes de este laberinto de montañas que es Honduras, en donde las ondas alcanzaban encontrar paso.  Derramaron por doquier luz y ánimo. Popularizaron medios técnicos, concretos y  prácticos para que la gente valiente del campo pudiera desarrollarse en todos los ámbitos más esenciales de su vida.

¿Cómo funcionaban las Escuelas Radiofónicas? Ver nota más abajo.

Las giras

Para abrir camino a las Escuelas radiofónicas, Juan-Paul saltó en su busito Volkswagen al que tenía repleto de equipamiento y de material de toda clase, y se lanzó en una gira por las principales regiones más importantes de Honduras. Iba, desaparecía, se borraba, volvía de nuevo, estaba por todas partes. A veces se lo entreveía de pasada  por Choluteca, más concretamente por las montañas del  Corpus, adonde iba con frecuencia a comprobar en el terreno cómo todo funcionaba.

Una pequeña “universidad” popular: la Colmena

Una cosa llamando otra, en 1965, Juan-Paul fundó en Choluteca, el Centro La Colmena para perfeccionar la formación de los  pequeños dirigentes surgidos de las múltiples organizaciones populares que crecían por todas partes. Los monitores de las Escuelas radiofónicas, los responsables de pequeñas cooperativas y sindicatos nacientes, los promotores de la salud y, más tarde, los animadores de las Celebraciones de la Palabra encontraron en la Colmena la pequeña “universidad popular” que les hacía falta para crecer más y  desplegar sus alas a un nivel que llegó a ser sorprendente.

El contenido de estos programas elaborado por el mismo Juan Pablo, a veces ayudado por unos colaboradores, reflejaba claramente la realidad y las expectativas de la gente sencilla. La pedagogía empleada rompía con los viejos esquemas: era esencialmente participativa y no directiva, siempre arraigada en lo vivido y orientada hacia una práctica comunitaria muy concreta. Ese método se alineaba en la “pedagogía liberadora” que, en esa época, empezaba a tener repercusión en América latina.  Y también  en una teología del mismo estilo, ya que, en la Colmena, no se abordaba el evangelio de Jesús de Nazaret como una doctrina o una moral, sino como un encuentro real entre el Dios de Jesús Resucitado (que libera de la misma muerte) y su pueblo de Honduras enfrentado con dificultades que le superaban para poder simplemente sobrevivir.

Para Juan Pablo, la experiencia de la Colmena fue como alcanzar la punta del Everest. Le aportó la inmensa alegría de ver a cientos de personas, que se creían nada o muy poca cosa, florecer como esos grandes árboles echando tranquilamente sus magníficas flores un par de semanas antes de que caigan las primeras gotas de lluvia al cabo de seis largos meses de sequía.  La Colmena le causó a Juan Pablo la mayor satisfacción de su vida.

El choque

No todo, sin embargo, fue color de rosa. Desde los doctores de la tradición clerical  de la vieja iglesia, nada se hizo para facilitarle las cosas a Juan Pablo. Y muchísimo menos aún desde los terratenientes. Estos hombres de gatillo fácil,  todos incondicionales de los gobiernos militares, veían en los campesinos nada más que una mano de obra barata. Esa visión, Juan Pablo, la desbarataba sin misericordia desde La Colmena,  pero sin violencia, por supuesto.  Ahora bien, cuando, un día,  los campesinos empezaron por sí solos a manifestar en una forma bastante contundente que ya habían dejado de ser los peones serviles de los terratenientes, éstos pusieron enseguida a precio la cabeza de Juan Pablo. Monto fijado: $250 US… ¡Una ganga! 




Radio Paz

Para conservar su cabeza, Juan Pablo se alejó  tácticamente de la Colmena y mantuvo un perfil bajo esperando días mejores. Entretanto, a pedido de Marcelo Gerín,  primer obispo de Choluteca, el hombre se dedicó a nada menos que la instalación y programación de una emisora de radio diocesana bautizada con el nombre de “Radio Paz”. Y mientras soñaba con proyectos que lo llevarían en espíritu hasta la lejana África,  organizó intercambios de solidaridad entre las diócesis de Choluteca y Gatineau, en Canadá. Y,  como si fuera poco, se hizo camionero…

Efectuó al menos cuatro viajes en camión, desde Montreal, Canadá, hasta Choluteca, y otros tres o cuatro desde San Francisco, California, transportando cada vez cargas de  material de segunda mano para ser utilizado en sus instalaciones de Honduras. Este material, recogido por amigos  de Quebec, (de Radio-Canadá, en particular)  o de California, contribuyó efectivamente al equipamiento y a la instalación de antenas para  emisoras de radio en distintas regiones de Honduras como Olancho, EL Progreso, Santa Bárbara, Santa Rosa de Copán, Comayagua y, por supuesto,  Choluteca. La mayoría de estos viajes a través del Canadá, los Estados Unidos, México y la mitad de Centroamérica, Juan-Paul los hizo casi siempre solo y cada vez con un nuevo camión usado que, por lo visto, funcionaba…

Crisis de Olancho

Los campesinos ya no aguantaban más. Desde hacía  varios años, sus organizaciones habían intentado recuperar por  medios legales a su alcance, aquellas tierras públicas que la mayoría de los terratenientes del país habían usurpado en el transcurso del tiempo. A nivel gubernamental, un Instituto de Reforma agraria tenía el cometido de asegurar que esas recuperaciones de tierras se conformaran a la ley, pero, por razones fáciles de adivinar, el pobre Instituto no hacía milagros… Los campesinos perdieron paciencia y decidieron lanzarse en acciones en gran escala, por cierto, legítimas, pero que resultaron, en algunos casos, menos legales de lo que se suponía. Los terratenientes y ganaderos encontraron allí la  ocasión soñada para asestarles un golpe mortal.

En el Olancho del 1974, zona en la cual la vida no valía nada, un terrateniente y un General de Ejército capturaron  y mataron a diez campesinos y a dos sacerdotes.  Los asesinos echaron los cadáveres a un pozo muy hondo y,  con la esperanza de borrar todo rastro de su crimen, usaron dinamita para tapar el pozo. El obispo del lugar fue amenazado de muerte y expulsado de por vida de su diócesis. En Choluteca, el Gobierno militar cerró Radio Paz. También cerraron Radio Progreso. Los sacerdotes de Choluteca reclamaron una investigación independiente sobre la masacre de Olancho; el Gobierno militar se la otorgó. Con  Enrique Coursol al frente, algunos de ellos desempeñaron un papel clave para descubrir la verdad sobre lo ocurrido. Hecha la luz, los asesinos fueron identificados,  juzgados  y castigados por la justicia.  


Esos acontecimientos ponían de manifiesto que el gran despertar del mundo campesino que la Iglesia había propiciado se estaba  volviendo en contra de ella. En el Sur, varios colaboradores entre los  más cercanos de Juan Pablo habían formado sin ruido un nuevo partido político y habían incentivado a escondidas las invasiones ilegales de tierras. Además, y siempre en forma solapada, merodeaban por el campo para “robarle” a la Iglesia sus mejores dirigentes de comunidad, provocando así mucho descontento. Para  los terratenientes y los militares, había que admitir las cosas como eran: todo aquello era una maniobra de los “curas extranjeros” para trepar en las esferas políticas y asentar mejor su poder.  Había que parar eso de una buena vez y encerrar a la Iglesia de vuelta en sus sacristías. Juan Pablo y la diócesis de Choluteca estaban en aprietos.

Superada por los acontecimientos, la Iglesia del país dio un paso al costado. Cortó los puentes con los amigos que se habían convertido de repente en militantes de un partido  político. Internamente, tiró una línea de separación clara entre los compromisos de un dirigente dentro de la comunidad eclesial y dentro de la política.

Ante esa situación, todos los sacerdotes de Choluteca estuvieron de  acuerdo en que era necesario, en adelante, ser menos ingenuos y, más que nunca, hacer uso de discernimiento.  Pero la mitad del clero insistía para que la pastoral de la diócesis tomara un giro más específicamente religioso, mientras la otra mitad, con el obispo y Juan Pablo al frente,  abogaba, al contrario, por no  aflojar en lo social, menos aún en ese  momento en que el mundo campesino corría un serio  riesgo de volver a caer en lo de antes. No hubo acuerdo posible entre ambos bandos. Desde entonces las aguas de la pastoral de Choluteca quedaron partidas en dos por largo tiempo.

Un mes había pasado desde el cierre de Radio Paz, cuando Juan Pablo, gracias a sus “conexiones”,  la hacía funcionar de nuevo, pero con otro nombre. Ahora  convertida en “Radio Valle”, la radio de la diócesis de Choluteca reanudó con sus emisiones como si de nada. Y las Escuelas radiofónicas volvieron a las ondas para mayor felicidad de los campesinos. Ciertas emisiones como, por ejemplo,  las que se difundieron con motivo de las Semanas santas de esos años,  batieron el récord de audiencias.  

Revolución

De hecho, sin buscarlo directamente, Juan Pablo puso en marcha una revolución, o algo muy parecido.  Por su persona, por sus  talentos y sus “conexiones”, y, prescindiendo del traspié  político mencionado,  gracias también a los valiosos equipos que lo acompañaron, él cambió la vida de mucha gente y dio o devolvió a todo un pueblo: vida, dignidad, conciencia crítica y esperanza. Todo lo que las Escuelas radiofónicas aportaron al país fue simplemente asombroso.

En el Sur, se abrieron caminos en medio de las montañas, se cavaron pozos de agua potable, se construyeron escuelas y centros de salud; técnicas de agricultura y ganadería se pusieron al día, pequeñas cooperativas y sindicatos de campesinos dieron sus primeros pasos,  mujeres-sirvientas se convirtieron en líderes en las comunidades, numerosos grupos de jóvenes se formaron para aportar dinamismo a aquel gran movimiento de vida nueva.   Luego llegó el día en que, por todas partes, se celebró la Palabra de Dios. No esa Palabra de Dios de los calendarios litúrgicos (tan poco conectada con la realidad de los pueblos oprimidos), sino aquella Palabra que no cambia, la que está enfocada en la conciencia de continuar en el presente el gran combate del pueblo de la Biblia para la liberación de toda forma de esclavitud en Cristo Resucitado. Ésa fue la orientación central de las Celebraciones de la Palabra,  por lo menos en los primeros años de su existencia. 


Se fraguó en el pueblo una conciencia de ir constituyéndose en algo como un gran cuerpo capaz de avanzar democráticamente en una misma dirección, de hablar libremente de una sola voz, y de desempeñar históricamente un papel irreemplazable en la vida de la nación. Ya no se esperaba más nada  de los políticos tradicionales, que, para explotar mejor al pueblo sencillo, lo habían dividido y dejado estancándose en el estado lamentable del que se quería liberar de una buena vez.  Cientos de millares de personas “fuera del mapa” encontraron así su lugar bajo el sol y en su propia tierra.

No se usaron machetes, ni kalachnikov, ni bombas, pero revolución hubo. O, al menos, se dio una anticipación de otra revolución, más grande y más profundamente humana que no solo Honduras necesita aún, sino también la propia Iglesia, y todo el planeta.

¿Era evangelización?

La chispa que dio origen a semejante “resurrección”, fue, desde un principio, el simple deseo de  hacer oír la voz de los campesinos  y “de conectarla” con la Palabra de Jesús de Nazaret. Juan Pablo Guillet (junto con sus equipos de trabajo, por cierto) fue sin lugar a dudas el arquitecto e ingeniero  de esa maravilla, pero, en realidad, el gran inspirador y motor de todo fue Jesús. Pues todo cuanto se cumplió allí lo fue a causa de él. De modo que bien se puede afirmar que, en esos años,  en la zona Sur de Honduras, Jesús mismo  escribió  de su puño y letra aquella hermosa página de Evangelio.

Dudas

Un día, en los años 90, mientras que el autor de estas líneas estaba en la China,  una carta le llegó de  Roma. Llevaba la firma de Juan Pablo. En esa carta, Juan Pablo escribía que no estaba muy tranquilo con su trayectoria misionera. Su conciencia le reprochaba a veces el que se hubiera dedicado demasiado  a las “conexiones” y no suficientemente a tareas realmente “sacerdotales”… “Qué va!”, le contesté enseguida. “Mira a Jesús y, con la mano en el corazón, dime a qué tareas sacerdotales él se dedicó en su vida. Tú, yo, nosotros los sacerdotes de la Iglesia, nos olvidamos demasiado fácilmente  que son precisamente los sacerdotes del Templo enteramente dedicados a sus tareas sacerdotales, los que condenaron  Jesús a la cruz.”

Efectivamente, a los funcionarios sacerdotales del Templo de Jerusalén siempre les había caído gordo ese Jesús que no era sacerdote y no se dejaba guiar por los sacerdotes. Era “laico”,  para usar el lenguaje de hoy, y hacía las cosas a su manera. Venía del pueblo y caminaba junto al pueblo al que servía generosamente a partir de los espléndidos talentos que Dios le había regalado. Se dejaba guiar en todo por el Espíritu de Dios al que escuchaba atentamente en sus adentros, para   pensar, hablar, trabajar y orar como Dios quería…

Para Jesús, lo que más le gustaba a Dios no era el culto que los sacerdotes le ofrecían en el templo, sino las acciones realizadas por cualquier persona, religiosa o no,  para acompañar, ayudar, levantar de su postración a los empobrecidos, a los rechazados, a los olvidados. Jamás se trataba de salvar las almas independientemente de los cuerpos. El mismo Jesús se ponía al servicio del ser humano en su totalidad, sin  desgarrarlo entre lo espiritual por un lado,  y lo material, lo físico, lo síquico o lo social por otro lado. No tuvo reparo en tocar a la gente en su carne y con sus manos y, para que se acordaran de ello,  mandó a sus discípulos que se lavaran los pies unos a otros.
La idea de que un buen sacerdote tenga que considerar el culto como primordial  y el compromiso social como secundario, se articula muy mal  con el testimonio de ese Jesús quien, además, no ha ejercido nunca funciones de culto a la manera de los sacerdotes. El culto para Jesús consistía simplemente en dar la propia vida para ayudar al pueblo a salir de la muerte.  Ése fue su sacerdocio.

Aquello está claramente consignado en la genial parábola del Buen Samaritano, en la cual el sacerdote y el levita quedan muy mal parados,  mientras el Samaritano, tan despreciado por ellos, sale “canonizado”.

El Samaritano

No les importaba a los sacerdotes de Jerusalén o a sus allegados tratar a Jesús de comilón, de borracho, de loco, de hereje,  de impuro, incluso de demonio y… ¡de samaritano!  (Mc 3,21-22; Jn 8,48; Mt 11,19. 26,64).  A eso Jesús retruca con la parábola del Buen Samaritano donde queda planteado que no son ellos, tan puros y tan santos, los que tienen el secreto de la vida eterna, sino, precisamente, el impuro, el medio pagano, el samaritano… quien se hace a sí mismo “próximo” del hombre caído, se “conecta” con él y  lo levanta, no solo en su alma, sino en su cuerpo con sus heridas, su historia y todo… Pasar rápido sobre esa parábola,  es como pasar al lado de todo el Evangelio para seguir pretendiendo que lo “sacerdotal”, lo “espiritual” y lo “religioso” es más puro y valioso que cualquier otra tarea a favor del ser humano. (Lucas 10, 25-38).

¿Y quién es ese samaritano sino el mismo Jesús que no asiste mucho al templo y pasa la vida ensuciándose las manos para levantar a los caídos a las orillas de los caminos, a todos aquellos que son ignorados en el mundo, a todos los que se encuentran fuera del mapa y al margen de la sociedad, de la Iglesia y de todo? …  

Todo es sagrado -  Para un culto nuevo un sacerdocio nuevo

Si ha de haber un sacerdocio “cristiano”, la Iglesia debe dejar de imitar a los sacerdotes de Jerusalén y acabar con esa separación artificial, falsa y nefasta entre lo sagrado y lo profano, entre lo puro y lo impuro, entre lo superior y lo inferior, etc. Porque a esta separación tal vez se deba gran parte de  nuestras desigualdades  no solo religiosas, sino también raciales y sociales, así como muchas violencias, guerras, competiciones a muerte, muchas de nuestras luchas fratricidas, de nuestras discriminaciones, de nuestros miedos,  complejos y tal vez de muchos otros sufrimientos.

¡A conectarse, pues!

Pues bien, en contra de todas las voces teológicas de una iglesia desencarnada que se ha empeñado demasiado en considerar como más santo, puro y digno de Dios todo cuanto se aparta de la libertad, del sexo y del mundo ordinario del trabajo, de la ciencia, de la tecnología, de la economía, de la política, de la ecología  y del cosmos, debemos  ponernos firmes y tener muy presente que la salvación del mundo es más un asunto de “conexión” que de  sotanas o de culto y que  no se encuentra allí donde se exacerban las diferencias entre lo celestial y lo humano. Que haya diferencias, nadie lo niega, pero la salvación, según el cristianismo de Jesús de Nazaret, no está en oponer la materia y el espíritu sino en unirlos porque  “Dios se hizo carne” (Juan 1, 14)… y lo que Dios ha unido,  el hombre no lo debe separar nunca (Mateo 19, 6).

De allí se desprende que la única forma de ejercer un sacerdocio realmente “cristiano” - y no a la manera  del Antiguo Testamento- es imitando a un cierto “samaritano” llamado Jesús… “¡Anda, y haz tú lo mismo!” (Lucas 10, 25-38).

Dios es Conexión

Podríamos resumir todo acordándonos de que Jesús no nos dejó una palomita blanca como herencia, ni un libro de moral, ni un compendio de normas eclesiásticas, ni un calendario litúrgico. Lo que él nos entregó es un “espíritu” que no sacraliza castas ni sectas, sino que las rompe, las abre  para congregar, unir, articular todo lo que está  disperso  en un gran cuerpo de variedad infinita y de unidad que  crece como la vida.   Ese Espíritu es  pura “CONEXIÓN”: conexión con uno mismo, conexión con la Realidad, conexión con la humanidad entera, especialmente con los más “desconectados” del mundo,  conexión con el cosmos, conexión con el Reino, conexión del cielo con la tierra,  conexión con EL QUE ES “El MUY CONECTADO”,  ya que es a la vez TRES-y-UNO. El mismo Dios es Conexión.

Despedida

Volvamos a Juan Pablo. En 1982, después de varios años con gobiernos militares, Honduras dio señas de querer volver a la  democracia. Se creó una Asamblea constituyente para redactar una nueva Constitución. Buscando promover la participación ciudadana, Juan Pablo organizó dentro de un período de cuatro años,  dieciséis grandes debates públicos sobre temas quemantes relacionados con ese proyecto de democratización del país. Participaron de estos debates, con visiones distintas y mucha chispa,  estudiantes y gente de toda clase, incluso candidatos a la Presidencia. Esos encuentros, imposibles de imaginar en otra época, eran difundidos en directo por la radio desde la Casa de la Cultura  (otra obra de Juan Pablo); comenzaban a las ocho horas de la noche para terminar a veces a las dos de la mañana. La participación del público fue entusiasta, activa e intensa. Con este broche de oro se cerraron los 24 años de servicio misionero de Juan Pablo Guillet en Honduras.
  

Regreso a Canadá

En ese mismo año, Juan Pablo regresó a Canadá para dedicarse durante cinco años a la promoción de los medios de comunicación social. Trabajó conjuntamente con una red de institutos misioneros  involucrados en proyectos para la “Iglesia en crecimiento”. Apoyado por algunos profesionales de Radio Canadá, alimentó  cuarenta emisiones de televisión comunitaria con una serie de documentales que él mismo realizó sobre las experiencias innovadoras de las Iglesias de ocho países de África, América del Sur y Extremo Oriente. 

Roma

En 1987, Juan Pablo fue llamado a Roma para ocupar el cargo de Director del Servicio Misionero de la Organización Católica del Cine y del Audiovisual, OCIC (el que, en 2001, llegó a ser la Asociación Católica mundial para la Comunicación “SIGNIS”).
Se desenvolvió durante diecisiete años a nivel internacional, contribuyendo, entre mil otras actividades, a la implantación de estaciones radiofónicas y antenas de radio en nada menos que 70 diócesis de unos veinte países de África.

Surf

Sobre esa majestuosa ola producida por el “Espíritu de Conexión” estuvo surfeando durante toda su vida Juan Pablo Guillet, dando siempre prioridad a los “menos “conectados”, es decir a todos los empobrecidos y humildes que por centenares de miles encontró “a la orilla” de su camino misionero. Al verlos, él nunca “tomó el otro lado” del camino, sino que a través de sus múltiples  “conexiones” “se conectó” a ellos y los levantó restaurando su dignidad y “conectándoles” en comunidad.

Los inició en la democracia. Les dio a conocer sus deberes ciudadanos, y por sobre todo sus derechos, simplemente humanos, que por demás eran ignorados y pisoteados. Les comunicó amor a sí mismos y amor a la justicia. Despertó en ellos la consciencia crítica, la cual es el secreto de la libertad y de la grandeza de los hijos de Dios. Les inyectó grandes dosis de alegría de vivir, de esperanza en el futuro y de sabor anticipado de “vida eterna”.

Última palabra

Y Dios miró todas esas hermosas “CONEXIONES” realizadas por su amigo Juan Pablo. Vio cómo  ese pueblo querido del Sur de Honduras, curado en gran parte de su dispersión,  se había puesto de pie y echado a andar. Le encantó y exclamó: “¡Caramba! ¡Esto está SÚPER BUENO, pues!”

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 NOTA

¿Cómo funcionaban las Escuelas Radiofónicas?

Cada pequeña localidad tenía un pequeño radio receptor a disposición de la comunidad. Una persona que sabía leer y escribir, hacía de “monitor”. Su papel consistía en servir de enlace entre los animadores de la emisora central y el pequeño grupo de campesinos reunidos en torno a él.

La estación central transmitía su enseñanza a todos los grupos reunidos alrededor del monitor. Se daban algunas instrucciones precisas al monitor mientras que éste, armado de una tiza, de un cuadro negro y de algunos “cartillas”, transmitía a su vez la teoría y la práctica a su audiencia. Se proporcionaban algunos espacios para que la gente tome el tiempo de resumir la enseñanza y sobre todo para que tengan la oportunidad de obrar recíprocamente.
Eso suponía que antes, ya se había efectuado un trabajo mínimo en todas las regiones del país “para vender” el proyecto a las comunidades y para elegir los monitores. En consecuencia, era necesario acompañar periódicamente estos monitores, profundizar en su formación, garantizar el seguimiento de todo el asunto, y permitir que lo que se hacía a la base o sea devuelta al centro para que los programas evolucionen constantemente en función de las comunidades y que las propias comunidades tengan su parte que hacer en el desarrollo de esta formación a distancia.
Este trabajo básico, esencial va sin decir, se efectuaba por los responsables de las parroquias de las que las comunidades rurales señalaban. En el Sur de Honduras, esta tarea en primer lugar estuvo garantizada en distintos grados por los colegas misioneros, antes de pasar a ser para la mayoría de ellos una parte-principal de su acción misionero.



sábado, 29 de mayo de 2010

EL MEJOR PAÍS DEL MUNDO


En la reunión de barrio de esta tarde, el compadre Chepe pide disculpas para tomar la palabra y, con mucha emoción, dice: “A mí no me gusta que siempre se hable de las cosas malas de mi país. Ya “rayan” con eso. Porque mi país no es solamente corrupción y subdesarrollo. Mi país es mi país. Lo quiero con toda el alma. Yo digo que mi país es como mi madre. Madre hay una sola, y la mía fue una mujer pobre e ignorante que tuvo que trabajar como una mula para dar de comer a sus hijos. Hemos sufrido mucho en casa, pero no por eso vamos a hablar mal de nuestra madre. Sin ella, no estaríamos acá. Lo mismo con nuestra tierra hondureña: ella es parte de nosotros y nosotros somos parte de ella. Sin ella no seríamos nada. Por eso digo yo que Honduras es como mi madre. Para mí, ¡Honduras es el mejor país del mundo!”.

Todos aplauden al Chepe. Venancio lo felicita calurosamente antes de agregar a su vez: “Por supuesto, nuestro país no es el paraíso terrenal, pero, Chepe tiene la razón. Siempre hablamos de los problemas del país y casi nunca de sus cualidades. Hablemos hoy de lo que nos hace orgullosos de ser hondureños. Nos va a hacer mucho bien a todos.”

Así, durante una hora, cada quien va dando pinceladas para pintar el cuadro más hermoso posible de su Honduras amada. Entre el azul de los dos grandes mares, Honduras brilla como una estrella preciosa en el corazón de Centroamérica. Tiene de todo: minas de oro, minas de plata, unas tierras en el Norte que figuran entre las más fértiles de América. Tiene las maravillosas Ruinas mayas de Copán, que son famosísimas en todo el mundo, y las Islas de la Bahía que son un verdadero paraíso. Allí están el impresionante castillo histórico de Omoa junto con muy lindas iglesias coloniales. También está el lago de Yojoa que es un espejo del cielo en la tierra. Los cerros y los pinares del país no terminan de inspirar a poetas y a pintores. La misteriosa Atlántida es todavía una reserva única de árboles de madera fina, como quedan pocas en el planeta. El folklore hondureño es muy rico y muy alegre, mientras la historia de la nación es tan apasionante como la de cualquier otro país del mundo.

Pero, muy por encima de todo eso, lo más precioso de Honduras es su gente. Es una gente linda, sencilla, simpática y muy cariñosa. Los hondureños son inteligentes y, en los momentos más difíciles, saben ser solidarios y generosos. A pesar de ser pecadores como son todos los humanos, y tal vez por eso mismo, tienen mucha fe en Dios. Gracias al testimonio de Jesús, saben que Dios los ama. Y ellos, a su manera, lo aman mucho también. Así como aman con inmenso cariño a la Virgen de Suyapa, madre de Jesús, humilde y pequeña sierva del Señor y de su pueblo.

Evangelio

Después de compartir alegremente sobre todas las cosas lindas de la patria, un participante de la reunión plantea que el mismo Jesús tiene que haber amado muchísimo a su Palestina. Le llama la atención cómo el evangelio de Marcos lo muestra andando por todos los caminitos de su tierra. Oriundo de Nazareth, en Galilea, salió, un día, de su pueblo y se fue caminando hacia el sur. Llegó a la región del río Jordán donde su primo Juan bautizaba, y se hizo bautizar por él. Luego se retiró al desierto y se quedó allí cuarenta días. Después de que Juan fuera hecho preso, volvió a Galilea y empezó a proclamar la Buena Noticia de Dios. En una oportunidad, él se había retirado un poco para estar tranquilo, pero Simón y sus compañeros lo encontraron y le dijeron: "Todos te están buscando.” Él les contestó: "Vámonos a los pueblitos vecinos para anunciar también buenas noticias en esos lugares, pues para esto he venido." (Marcos 1, 36-38)

En apenas dos años, Jesús recorrió su país de punta a punta: toda la Galilea del Norte y toda la región del Sur, incluyendo la ciudad de Jerusalén. Andaba a pie, visitando cada rincón del país, comiendo de lo que la gente le ofrecía. Muchas veces dormía bajo las estrellas. Iba al encuentro de las comunidades, vivía con ellas, compartía sus tristezas y sus esperanzas. Amaba muchísimo a su pueblo y a su tierra. Amaba cada piedra, cada campo, cada cerro, cada árbol de su tierra. Amaba su río, su lago, sus aldeas, sus flores, sus huertas, sus ovejas, sus burritos, sus casitas, sus capillitas, sus pescadores, sus pastores, sus agricultores, sus artesanos, y toda su gente, incluso a quienes tenían mala fama; amaba el rostro de cada persona de su pueblo. Los amaba a todos profundamente. Había pasado 30 años en Nazaret cuando dejó ese pueblo de campo para ir a establecer su base en Cafarnaún, ciudad pujante que atraía gente de todas partes en busca de trabajo y de una vida mejor.

Reflexión del grupo

Chepe, Venancio y toda la gente de la reunión llega a esta conclusión: si Jesús amó tanto a su tierra (que no era más hermosa que Honduras), y si tanto amó a la gente de su pueblo (que no era mejor ni peor que los hondureños), “ni un instante debemos dudar de su amor por nosotros y por nuestra querida Honduras”. Él mismo vivió primero en un pueblo de campo. Después se trasladó a un barrio de ciudad como los hay a patadas en el mundo. En esos barrios se amontona gente venida de todas partes con la esperanza de mejorar sus condiciones de vida. Jesús andaba feliz en medio de esa gente. Era gente sencilla y alegre, a veces muy generosa y otras veces bastante peleadora; en una palabra, era gente muy parecida a Chepe, Venancio, Dolores, María Josefa y todos los demás del barrio “Honduras Nueva”.

Oración comunitaria

Señor, tus pies han caminado sobre una tierra parecida a la nuestra, llena de dolor, pero también de mucha belleza. Tus manos han labrado la madera, preparado el fogón, cocinado el pescado; han desgranado el trigo como nosotros desgranamos el maíz; han acariciado niños traviesos como los nuestros; han aliviado y curado enfermos como los tenemos entre nosotros.

Señor, tus ojos han contemplado los pájaros del cielo y se han maravillado ante las flores como las que adornan nuestros árboles, nuestros patios y calles. Has subido montañas, has bebido del agua de los manantiales, te has bañado en el río, has pescado con tus amigos; has abrazado a los niños y has jugado con ellos como nosotros hacemos; has comido con tus amigos, has dormido en casitas como las nuestras, te has divertido en las fiestas de tu pueblo. Has conocido la vida de ciudad: el ruido, las calles llenas de piedras, sin agua potable, sin luz eléctrica, sin servicio de aguas negras, lejos de la escuela o del médico, allí donde la gente se pelea por una “chambita”, donde algunas mujeres tienen que vender su cuerpo para dar de comer a sus hijos, y donde los jóvenes se van a países más ricos en busca del paraíso…. Por eso nos conoces muy bien a los hombres y mujeres de Honduras. Eres de verdad nuestro vecino de barrio, un hijo de nuestro pueblo, un amigo nuestro muy querido. Eres nuestro orgullo, nuestra alegría y nuestra esperanza. Te damos gracias, Señor Jesús.

¡Qué el Dios de los hondureños y de cada pueblo de la tierra - cuyo país también es el mejor del mundo…- nos acompañe en nuestro caminar hacia más justicia, más cordura y más fraternidad!

domingo, 25 de abril de 2010

LA SAMARITANA DE HONDURAS

A Juana Pavón

Jn 4, 1- 42; Mt 21, 31

A mí me dicen Honduras, no sé por qué. Mi madre era india y tuvo cinco maridos. Cada uno de ellos la violó y la robó repetida y religiosamente. El primer marido fue un fanático español, el segundo fue un pirata inglés, el tercero fue un vaquero gringo, el cuarto fue un caudillo cachureco, y el quinto fue un caudillo colorado.

Todos tenían olor a pólvora, a ajo, a agua bendita, a pescado podrido, a leche cuajada y a burro. Todos tenían los ojos de toros en celo, garras de pumas y picos de zopilotes.

Se echaron encima de mi madre y sacaron de su vientre oro y plata;

le arrancaron sus milenarios árboles de madera fina; le pusieron cercos a sus tierras de eterna primavera y las sembraron de bananas y de vacas para la exportación... Una vez despojada de su belleza, la botaron afuera. Es allí donde nací yo de padre desconocido, desterrada en mi propia tierra, como casi todos los hijos e hijas de mi patria.

De por mi madre, soy hermana de los que se quedaron con el país heredado de aquellos cinco hijos de puta que abandonaron a mi madre y no me reconocieron a mí. Se quedaron con todo, y como buenos hijos de sus padres, cada día nos siguen cagando encima

a mí y a los seis millones que son como yo. En esto radica mi identidad: ser media hermana de zopilotes e hija de ningún padre.

Será por eso que me llaman “Honduras”.

No soy religiosa pero amo a Dios, porque mi Dios no es el dios de los que pintan lindo por fuera y están podridos por dentro. Mi Dios es el Dios de los leprosos como yo, aparentemente feos pero invisiblemente limpios como suelen ser aquellos que odian la mentira.

Muchos pecados tengo, pero no los tapo.

“En ti no hay falsedad,” me dijo un amigo, con quien, hace poco, estuve tomando cerveza en un bar que las damas no frecuentan pero, sí, sus maridos y mujeres como yo.

Me decía él: “Todo el país está prostituido, de pies a cabeza, comenzando con la gente más importante. El problema con ellos es que todos se hacen los santos, los puros, los inmaculados, los salvadores y mesías del pueblo. Todos son la solución, todos son la salvación, pero todos son ladrones, mentirosos y por demás corruptos. Sus manos chorrean sangre, sangre de mi pueblo al que tienen engañado, embobado, anestesiado, hipnotizado, cegado, secuestrado, hambreado, hecho pedazos, cagado, jodido y asesinado.”

“Contigo es distinto, me dijo él a mí. Todos te explotan, y te tienen agotada. Pero tú no pides nada y das lo que no tienes; sólo buscas lo que buscan los niños: una casita llena de flores, tan siquiera una comida sana por día y mucha ternura. Sólo buscas que se te devuelva el alma robada. Hoy me has visto con sed y pobre como tú, y me convidaste a una cerveza. Por eso digo que eres hermosa y limpia. Eres buena, por lo tanto, eres linda.”

Le pregunté si era brujo por adivinar tan bien mis pensamientos. Él se rió y me contestó que podía leer fácilmente en mí “porque eres transparente, me dijo, como agua cristalina que brota de la roca y salta hasta los jardines de Dios. En ti no hay falsedad. Por eso estás cerca del corazón de Dios y vas al frente en su Reino.”

Le dije que él era un buen poeta, pero que yo no practicaba ninguna religión... Él me dijo: “¡Enhorabuena! Eso de las religiones es un fracaso. Ya llegó la hora que eso cambie y que cada uno descubra por su cuenta, en lo hondo de su corazón la verdad de un Dios que es Espíritu y más libre que el viento.”

miércoles, 7 de abril de 2010

lunes, 29 de marzo de 2010

AMADA HONDURAS


Por: Eloy Roy

El autor vivió y trabajó en Choluteca,

en el sur de ese país, entre 1963 y 1972.

Honduras, no eres pequeña, sino muy grande en mi corazón. Fuiste mi segunda cuna. Hacía 26 años que yo había nacido en un país llamado Canadá cuando te conocí, pero fue en tu tierra donde empecé a nacer a todo el planeta. Tú me abriste las puertas de la humanidad. A través de tu pueblo comencé a vislumbrar, a sentir, a palpar la grandeza del ser humano.

Mi vida no había sido siempre muy fácil, pero cuando llegué a ti y vi la dulzura con que la mayoría de tu gente enfrentaba las duras condiciones de la vida, cuando conocí la cortesía de tu pueblo sencillo, su gran respeto, su sonrisa aún en la angustia extrema, su sabrosa sabiduría, su chispa picaresca, su inteligencia para salirse de los aprietos, su profundo sentido de lo sagrado, su pintoresca religión popular, su cariño conmovedor para con la Virgencita y su bondad conmigo, quedé absolutamente atrapado. No se cuentan las veces en que tus hijos o hijas más humildes del campo me dieron unas enseñanzas más hondas que todo lo que yo había estudiado anteriormente en filosofía. A ti te pegaron en la frente la etiqueta de país pobre, pero quiero que sepas que hay algo muy bueno con los pobres: ellos no pueden darse el lujo de llevar máscaras de oro para tapar lo que son. En ellos se ve el alma humana al desnudo y se toca con la mano la verdad de las cosas y de las personas. Y es así como empecé a entender por qué Jesús amaba tanto a los pobres: en ellos no hay falsedad, o si la hay, es tan frágil.

Caí desde lo alto cuando, a mi llegada a Choluteca en 1963, vi grabado en la pila bautismal del templo parroquial la fecha 1643, pues me acordé que en aquel año, el Canadá estaba todavía en pañales; Québec, que fue su primera ciudad, constaba apenas de unas cuantas callecitas y Montreal cumplía sólo un año de su fundación.

Te amo, Honduras, por la belleza de tus paisajes, tan variada como la de tus habitantes. Te amo por Copán, cuyo misterio me deja sin habla. Te amo por tus pueblos coloniales donde felizmente no prevalece la línea recta, y donde uno se hamaca entre la serena solemnidad del pasado y el sueño de un futuro de sosiego que se hace esperar demasiado.

Te amo por tus comadres que, al volver del río, se quedan platicando largos ratos en las esquinas con las espaldas erguidas como espadas, llevando sobre la cabeza enormes bultos de ropa como si fueran plumas.

Lo confieso, no me gustaba el maíz, pero a través de la humilde tortilla a la que la mano fraterna de tu pueblo me ha convidado tantas veces y con tanto amor, llegué a sentirlo como un pan del cielo, un signo sagrado de la hondureñidad de un Dios hecho alimento para su amado pueblo.

Fue en tus tierras pedregosas donde aprendí a tenerles cariño a los garrobos1, que Dios en su gracia creó en Honduras para proveer en proteínas a sus vecinos de El Salvador. Es también entre tus cactus y espinos, y a la orilla de tus carreteras, donde descubrí a esos rapaces horriblemente feos que llamas “zopilotes”2y que son una maravilla de ingeniería ecológica.

Amé a tus cabritas juguetonas que trepaban a las ramas de los jícaros3 y también sabían jalar carretilladas de leñita bajo la sabia guía de un cipote4. Amé también el majestuoso caminar de tus enormes bueyes blancos arando la tierra o jalando pacientemente pesadas carretadas de todo lo que se puede transportar en este mundo.

Yo no sabía mucho de perros, pero mi sorpresa no fue poca cuando, al llegar a tu tierra, descubrí que esos animales también eran católicos y, a veces, más adictos a la misa que muchos bautizados y confirmados.

Aprendí a no morirme de angustia cuando, por la montaña, se me rompía el jeep en caminos de mala muerte, a años luz de todo taller mecánico, porque siempre se me aparecía algún ángel de sombrero de paja y de caites5 que, con su machete y un par de alambres, me sacaba como si de nada de los apuros más extremos.

Yo admiraba a la gente de tu pueblo que trepaba las montañas brincando como venados, mientras yo, con los pies colgando sobre la boca del abismo y agarrándome desesperadamente de la crin de mi caballo, sólo podía cruzar el filo de los cerros por puro milagro de Dios.

De ti aprendí el abrazo de la amistad, efusivo, cálido y bullicioso que, 20 años atrás hubiera extrañado y aún escandalizado a mucha gente de mi país acostumbrada apenas a darse la mano en circunstancias excepcionales como los casamientos, los funerales o el Año nuevo. Aprendí además a señalar las cosas ya no más con el dedo sino con la boca, que es menos trabajo... y también a decir “¡a la pucha!”, lo que por todo el orbe me fue de gran utilidad para aliviar mi alma de sus sentimientos menos púdicos.

Honduras amada, a ti te debo el que la muerte empezara a aparecerme más como una amiga que como un drama, cuando tuve el privilegio de acompañar en su despedida de la tierra a algunos de tus ancianos y ancianas. Los veo todavía con la cara iluminada abriendo los brazos a la vida del más allá, bebiendo mis bendiciones, aceptando todo, creyendo todo, entregándose a su Diosito con una alegría de niños. Los veo todavía con los ojos medio cerrados casi gozando con la vista del humilde féretro de tablas recién cepilladas que colgaba encima de su camita; era el cajón en que iban a ser enterrados, pero más se parecía a una barquita del otro mundo que los esperaba para llevarlos de vuelta a su casa del cielo. Así quiero morir yo: como ellos.

Todavía se me pone la carne de gallina al recordar la fuerza con que cantabas el “Gracias mil veces” o el “Bendito sea Dios” bajo los techos de chapas de tus humildes capillas del campo, y siempre pensé que el oído musical que Dios te había regalado era la mejor señal de que sus ángeles poblaban con toda seguridad la copa de tus grandes árboles.

También aprendí de ti que, contrariamente a todas las leyes de la física, lo más grande cabe en lo más chiquito. Tus simpáticos camiones pomposamente disfrazados de buses eran su prueba más « contundente ». Aunque estuvieran repletos como el Arca de Noé y que ya no cupiera en ellos ni un alfiler, siempre había lugar para más gente, más gallinas, chanchitos ataditos, bolsas de pescado, ajos, piñas, racimos de plátanos y muchas cosas más... Pues, en Honduras es así: siempre hay lugar. En sus casas, aún en las más humildes, hay siempre lugar para el huérfano, los ahijados, los sobrinitos que tienen necesidad. Te lo digo, Honduras, tu corazón es muy parecido a tus buses: en él cabe mucho amor.

Lo llamaban “el Padre Julián”. Era un compañero misionero como los hay pocos. Aprendí de él un montón de cosas...

Aprendí, por ejemplo, que los niños de pecho podían integrar la Cruzada Eucarística y recibir la santa comunión junto con los adultos; que se podía ser un buen cura y jugar con los niños al gato y al ratón a cuatro patas en la arena; que se podía también sacar muelas, ser partero, dirigir una banda de música, tocar cualquier instrumento musical y enseñar catequesis con trozos sacados de mil películas y pegados unos a otros, con temas y protagonistas tan transcendentales como Mickey Mouse, el campeonato mundial de hockey sobre hielo, Tarzán, el rosario en familia, los Tres chiflados y las apariciones de Fátima... Aprendí también que se podía tener el físico de un boxeador y tener un corazón de niño, conquistar las almas de los militares más toscos, de los presos más ariscos y de los chicos más diablos atrayéndolos a todos con un puñadito de confites; inventar historias fantasmagóricas y, sin pestañear, contarlas a la gente como pura Palabra de Dios; salir a celebrar hasta cinco misas en el mismo día a los cuatro puntos cardinales de una inmensa parroquia serrana, con el único fin de darle un poco de calor humano y divino a los pueblitos más aislados, y eso con toda la piedad de un Papa y la velocidad de un corredor olímpico, sin dejarse mover un pelo en materia litúrgica por los sacrosantos cánones de la Iglesia.

De ese entrañable compañero aprendí que se podía perfectamente bien abrir el camino de la salvación con el evangelio de Jesús en una mano y palos de dinamita en la otra, haciendo volar por el camino todo lo que impedía que el jeep misionero llegase a los rincones más inasequibles de las montañas. De él aprendí que no era ningún pecado robarle a los compañeros sacerdotes: sábanas, toallas, camisas, calzones, pantalones, sotanas, roquetes, manteles de altar y otras muchas cosas para vestir a los desnudos y hacer felices a los más pobres. En fin, aprendí también que un padrecito ya podía ser venerado en este mundo como un santito de verdad, cuando algunas de sus ovejas más inspiradas se empeñaban en proclamar que quien había escrito la Biblia era el Padre Julián, y no el Papa...

De mis otros compañeros aprendí más cosas todavía. Aprendí que el Evangelio no se proclamaba sólo en las misas sino también por la radio, las escuelas, el arte, el teatro, el folklore, las artes del gimnasio y del circo, la promoción de un puerto de mar en Amapala y por qué no, la de una universidad y aún de un aeropuerto en Choluteca (sólo faltarían un centro de esquí en San Marcos de Colón y una sucursal de la NASA en Nacaome...). Aprendí, especialmente con el Padre Juan Pablo Guillet, que el Reino de Dios se hace plantando estaciones radiofónicas por todo el país (y más adelante hasta en los rincones más remotos de África vía satélite), y por medio de la alfabetización, el cooperativismo, las cajas de ahorro y crédito, el desarrollo económico, las técnicas agrícolas, la creación de fuentes de trabajo, la unión y solidaridad de los trabajadores, y también, por cierto, por la formación de los futuros sacerdotes en las ciencias de la fe, de la pastoral, de la filosofía y otras ramas del saber humano, junto con el arte de vivir en Dios y en comunidad al servicio de un Evangelio inseparable de la justicia social.

Aprendí de mis compañeros misioneros que el Evangelio no era sólo cosa del templo sino antes que nada acción concreta de concientización, de capacitación, de organización, de participación, de promoción y de liberación de un pueblo, insuflándole confianza en sí mismo, ánimo y esperanza desde la fe en un Dios hecho carne hasta la cruz para el levantamiento de los caídos de la tierra. Aprendí que el mismo Evangelio nos apremia a concretar acciones pacíficas, pero audaces y hasta heroicas como, por ejemplo, actualizar el Éxodo bíblico conduciendo centenares de familias sin tierra hacia lugares remotos e inhóspitos de la selva de Olancho para asentarlas en tierras vírgenes preñadas de promesas; o alentar la recuperación de tierras robadas y de dignidad pisoteada aún cuando los fusiles de los pretendidos dueños, apoyados por soldados mercenarios, no vacilaban en matar para imponer su ley de ladrones (eso, obviamente, antes de que a los mismos ladrones se les ocurriese fomentar acciones, falsamente similares, con la sola finalidad de desacreditar la lucha popular inspirada por la fe y tratar de convertirla en un instrumento más de corrupción y opresión)... Aprendí que, a pesar de todos los intentos de sabotear la acción popular animada por el Evangelio de Jesús, se puede, sin ningún capital, con el apoyo de casi nadie, e incluso con la oposición o la indiferencia de muchos, llegar a cambiar desiertos en fuentes y salinas en vergel como lo atestigua hoy la gigantesca obra de la Asociación San José Obrero del Padre Alejandro López Tuero en Choluteca.

También aprendí que el Espíritu de Dios, que sopla donde quiere, no queda encerrado en las obras de los misioneros o dentro de lo que acostumbramos identificar con la Iglesia. También actúa poderosamente en muchas personas que a veces no creen en Dios o son críticas de la misma Iglesia: hombres y mujeres pensadores, poetas, escultores, pintores, periodistas, educadores, militantes sociales, personas de todos los sectores de la sociedad que buscan, trabajan, luchan para ser fieles a lo que sienten en lo profundo de su ser y que lo comparten generosamente con su pueblo. He conocido a algunos hombres y mujeres que soñaban con una Honduras simplemente justa y humana y que lucharon mucho para concretar esos sueños. Unos eran cristianos comprometidos, otros no, pero el testimonio de todos y todas me ha acompañado y estimulado durante todo el resto de mi vida.

Aprendí mucho de nuestros primeros Delegados de la Palabra de Dios, de aquellos que entre sí eran enemigos a muerte y que, en nuestras sesiones de formación, descubrían de repente el camino grandiosamente liberador de la reconciliación. Tengo siempre presente en la memoria aquella comida multitudinaria de la ordenación episcopal de Monseñor Marcelo Gérin, el obispo que puso sobre el mapa la Iglesia de Choluteca, asentándola sobre la roca profética de los más pequeños y marginados de la tierra. Era fiesta a todo trapo y se había formado una larguísima cola de personas venidas del campo que se empujaban para hacer uso del micrófono. Muchísimos tomaron la palabra, ese día, para contar cómo habían pasado de la muerte a la vida con Cristo resucitado al renunciar a sus rivalidades y al aunar fuerzas para cavar un pozo, abrir un camino, construir una escuela, levantar una capilla o un puesto sanitario, formar un patronato independiente de los partidos políticos, participar de una cooperativa, de las Escuelas radiofónicas o de las ligas campesinas.

Contaban maravillados cómo la juventud que andaba sin rumbo, abandonada y dispersa por todos lados, se estaba despertando y encauzando en un gran movimiento animado por otro compañero profeta, el Padre Iván Bouffard, aportando un dinamismo inesperado a todos los proyectos comunitarios; y decían cómo de repente se pintaba en esos jóvenes el alba del propio futuro de una Iglesia del pueblo, humilde y fuerte, pobre y valiente, profundamente humana y liberadora, y hondureña de pies a cabeza. Después venían las mujeres a proclamar cómo ellas también habían sido propulsadas como de la noche a la mañana de un estado de postergación y de verdadera esclavitud al de protagonistas de primer plano en la transformación de sus familias y comunidades. Aquel día, era Pentecostés bajo el techo incandescente de la cancha del antiguo colegio Goretti de las Hijas de Jesús.

En ese día grandioso, pude apreciar más que nunca el alcance de la labor paciente y generosa de cada uno y de todos mis valiosos compañeros misioneros, la que iba a florecer y fructificar a lo largo de los años, en Choluteca o en la Capital, seminarios, catedrales, parroquias de 50 a 90 000 feligreses, en miles de pequeñas comunidades en sabanas y montañas, entre sequías y diluvios, en medio de golpes de estado e incluso de una guerra. Luego vino el desastre del Mitch que enlutó a toda la nación. Los valientes compañeros se desalmaron para acompañar, consolar, alentar y levantar poblaciones enteras destrozadas por la tragedia. Han construido miles de viviendas nuevas y brindado una nueva vida a una multitud de víctimas. Han intensificado la acción para la defensa y protección del ambiente, creando conciencia en la colectividad para que comenzara, como Pueblo de Dios, a mirar la naturaleza con los ojos y el corazón del Creador, a redescubrirla como una madre, a vendar sus heridas, a escucharla, a cuidarla como la niña de sus ojos.

En jeep, en camioneta, a caballo, a lomo de mula o a pie, sudando la gota gorda día y noche y 365 días al año, se los veía en todas partes y todos los días cantando: “Levantemos el corazón” ... “Demos Gracias al Señor nuestro Dios”. Ninguno de ellos o ellas ha escatimado esfuerzos en la promoción de la mujer y de la juventud, dando su espacio a los excluidos, promoviendo los derechos humanos, capacitando al máximo a los colaboradores, en una palabra, fomentando una experiencia de Iglesia que fuera innegablemente dignificante y idealmente liberadora.

Todo eso se realizó a veces a tientas, las más de las veces corriendo hacia adelante, pero también, algunas veces, volviendo para atrás y frenando bruscamente. En ciertas oportunidades, hubo choques y se cometieron errores. Pero se puede afirmar con la mano en el corazón que jamás nadie dejó de dar lo mejor de sí mismo en situaciones que a veces fueron demasiado penosas y confusas.

Mucho aprendí. Pues fue en Honduras donde tuve mis primeras lecciones prácticas de política y me enamoré de la historia que da la clave de acceso a la comprensión de un pueblo. Por primera vez en mi vida entré en una embajada. Nunca antes había visto a un Presidente de cerca ni imaginado jamás que un gobierno pudiera tener más importancia que el país e, incluso, más que el pueblo. Ni cómo una sola multinacional podía tener más poder que todo un gobierno, ni cómo una sola Embajada extranjera podía manejar todo un gobierno y toda una nación. Vi con estupefacción cómo la justicia se las pasaba habitualmente encarcelada, mientras la injusticia andaba a rienda suelta por las calles, mandando en los tribunales y en cada escalón del poder.

Allí vi cómo la insaciable hambre de riquezas es el opio verdadero del pueblo y la causa de todas las pobrezas y miserias. Porque, en un principio, no fue la pobreza el problema fundamental de Honduras, sino las cantidades de oro que el país tenía encerrado en sus entrañas. Ese oro trastornó a Honduras desde su nacimiento, la intoxicó e impidió que creciera en forma orgánica. Echó a perder los mejores intentos para edificar un país próspero y libre. Ese afán de enriquecimiento rápido hizo pedazos todo intento de construir una sociedad que se rigiera por la ley, y convirtió a cada hondureño en enemigo de sus compatriotas; fomentó el terror, el robo, el juego, la prostitución, el alcoholismo y demás vicios; el contrabando, las mafias y los asesinatos; en una palabra, coronó como motor de la vida la CODICIA que, como es sabido, es la raíz de todos los males.

No ha acaecido una sola desgracia en la historia de Honduras que no haya nacido en la boca de las minas de oro y plata de ese país, comenzando con los golpes de estado a repetición y la entrega gradual de las riquezas nacionales a intereses extranjeros, siguiendo con la corrupción legendaria de los gobernantes y el narcotráfico, hasta las maras que hoy día tienen en jaque a ese mismo país que, por otra parte, se está desangrando despiadadamente por los hechizos del sueño americano.

Vi cómo la Independencia quedó a medio hacer básicamente porque falló en repartir mínimamente la tierra en forma un tanto equitativa entre todos sus habitantes. Desterrada en su propia tierra, la gran mayoría del pueblo hondureño sigue sin tener ningún poder real y, por lo tanto, ve irremediablemente vedado para ella el camino de la democracia y de la libertad.

También llegué a comprender que una Reforma agraria no consiste sólo en distribuir tierras...

Anunciar la Buena Noticia de Jesús de Nazareth a un pueblo maravillosamente humano como el de Honduras, pero sumergido en un pozo aparentemente sin fondo, requiere de la Iglesia que baje con él cargando con la cruz y lo acompañe hasta el calvario con indomable espíritu de resurrección. Hace falta que los hombres y mujeres discípulos del profeta de Nazareth no se asusten, ni busquen lavarse las manos cediendo a la vieja tentación de separar el cuerpo del alma, el espíritu de la materia y lo eclesial de lo socioeconómico y político. En una palabra, que no vayan a separar de nuevo lo que Dios ha unido para refugiarse en las sacristías; sería negar la cruz de Cristo.

Por el camino he podido apreciar cómo las tradiciones que hacen a la identidad de un pueblo pueden, en momentos cruciales de la historia, convertirse en verdaderos estorbos que bloquean su futuro. Jesús mismo no tuvo reparos en desechar muchas de las creencias y tradiciones de su pueblo, algunas incluso muy sagradas, para desbrozarle el camino a la vida.

Honduras es a la vez una maravilla y un gran dolor. Pero he aprendido algo más en ese país amado. En abril, justo antes de las primeras lluvias de mayo, cuando la sequía anual de seis largos meses está en su cenit, los grandes árboles, sacando agua de no sé qué profundidad del suelo, se cubren de una masa de flores de una belleza deslumbrante. Ese fenómeno, que siempre me asombró, ha dejado grabada en mi corazón la profunda convicción de que esos árboles que florecen en plena sequía justo antes de la llegada de la lluvia, son la imagen viva del pueblo hondureño: aún sin agua, sin plata, sin nada, ese pueblo maravilloso, no sé por qué milagro de Dios, sigue y siempre seguirá floreciendo...

Fue en Honduras donde empecé a convertirme al pueblo, a sentirme pueblo, a hacerme pueblo... yo que, siendo del pueblo, había sido apartado de él durante años para ser formado supuestamente como un buen sacerdote de Dios... Ese reencuentro con el pueblo me obligó a replantearme un montón de certezas que ya se habían constituido en pilares de mi vida. Pues a fuerza de ir mirando las cosas desde el pueblo, con los ojos y con el corazón del pueblo, y no desde libros, no desde un poder acreditado por el cielo, no desde una corporación poderosa que pretende poseer la verdad, una gran conmoción se produce inevitablemente en uno: las seguridades se caen una tras otra, dejándole a uno un inmenso vacío. Mi salud que nunca fue muy buena acabó por quebrarse.

Tuve que dejar Honduras. Pero al cabo de unos años, salí hacia otros rumbos reanudando mi peregrinaje. Al llegar a Argentina procuré ponerme directamente del lado del pueblo. Lo atesorado en Honduras, lo invertí en una cultura autóctona milenaria, en la gente de las minas, en los Derechos humanos, en la causa de los desaparecidos por la Dictadura, en una Iglesia de pequeñas comunidades que fuera el lugar donde los pobres se sintieran personas. Cuando la gente me preguntaba de dónde me venía esa sensibilidad por las cosas del pueblo y mi amor a la libertad, les decía que de tres fuentes. La primera: mi país de origen donde mi pueblo sufrió durante siglos una situación de opresión o de marginación a manos del poder extranjero que lo había conquistado y del cual todavía no acababa de liberarse. La segunda fuente: las comunidades de Honduras. “¿De Honduras?” me decían, “y sí,” les contestaba yo, “de Honduras”. Entonces yo les contaba cosas como las que acabo de escribir en estas páginas. Y la tercera fuente, que es la más importante: el Evangelio de un Jesús que fue hombre del pueblo y no del templo o del poder, a quien amo con toda mi alma.

Y cuando luego me tocó llegar a la China, y que los chinos ateos, siempre sedientos de conocer, me pedían que les explicara el cristianismo, yo les contaba lo que había vivido en Honduras y cómo esa experiencia fue la que empezó a hacerme entender el Evangelio de Jesús. Simplemente les estaba diciendo que fue en Honduras donde conocí a Jesús. Y, a renglón seguido, les hablaba del Jesús que vive en los ojos cristalinos del pueblo catracho 6.

Cuando aún estaba en Honduras, no tenía conciencia clara de lo que ahora relato. Y, por eso, sin quererlo, tuve probablemente más de una vez actitudes pesadas con el pueblo, por simple prepotencia o, por creer tal vez, que yo sabía más; actitudes estúpidas de superioridad o actitudes paternalistas como para hacerme el héroe o no sé qué. A veces prediqué cosas con mi cerebro que ni yo mismo entendía. No fui siempre hombre de diálogo, porque yo era de una cultura donde no existía tal cosa. Y confieso que, a pesar de no ser un fanático de la puntualidad, todavía tengo problemas con la hora latina... Pero creo que me convertí al agua bendita, porque los hondureños me enseñaron que hay que tomarla para que el cuerpo de uno se haga sagrado; además, empecé de a poquito a amar a los santitos, aunque no a sus pelucas.

Si, en los pocos años que estuve en Honduras, pude servir el Reino de Dios con alguna creatividad, fue porque el mismo Dios me dio el privilegio único – ahora lo veo con mayor claridad - de acompañar al buen obispo Marcelo en sus primeros años al frente de lo que entonces se llamaba la Prelatura de Choluteca. Por la confianza total que ese visionario puso en mí, conocí una libertad de pensar y de actuar que nunca había experimentado antes en mi vida, y tampoco después. Y fue un milagro que ese santo varón me aguantara tanto tiempo a su lado.

Ahora estoy nuevamente en mi país, donde, 50 años atrás, la Iglesia era todavía una de las más fuertes del mundo y exportaba misioneros hasta los últimos rincones del planeta. En la actualidad, en este mismo país, muchas iglesias están en venta. Si bien todavía no murió el Evangelio, todo lo que había servido hasta hace poco como soporte exterior del mismo se está cayendo como los ladrillos de un edificio agrietado por todos lados. Los que todavía tienen fe, afirman que lo que se está dando en Québec no es el fin de la Iglesia, sino el fin de una “cierta manera” de ser Iglesia. Dicen que el Evangelio está saliendo de los claustros que lo mantenían preso, un poco como Jesús que, volteando la enorme piedra que lo apresaba en el sepulcro, salió libre de la muerte en la mañana de Pascua.

Pero, sea como fuere, en estos días, no corren por las calles los signos de una nueva vida para nuestra Iglesia. Entonces a veces pienso que a la Iglesia de Honduras, que ahora goza de un auge sin precedentes en la historia, le podría pasar lo mismo un día. La única forma de evitarlo es que aprenda de la experiencia nuestra: que el pueblo no está hecho para la Iglesia sino la Iglesia para el pueblo y que el autoritarismo clerical es el cáncer de la institución eclesial.

¡Y ahora, a sacar el chancho gordo y el palo encebado, las toreadas de vacas, el torofuego, las bombas de estruendo, las carreras de cintas y de patos, los jaripeos7 y las rancheras a todo dar, porque esos años en que caminé junto al pueblo hermano de Honduras pasaron como un día apenas! Sigue el camino y no falta la esperanza, porque sabemos que “el amor de Dios no se ha acabado, ni se han agotado sus misericordias; cada mañana se renuevan, y su fidelidad es grande” (Lam 3, 22-23).

Notas:

1. Garrobo: reptil muy parecido a la iguana. 2 . Zopilote Ave falconiforme americana semejante al buitre común. 3 Jícaro: árbol nativo de México y Centroamérica. De copa ancha y abierta Florece y fructifica durante todo el año.4 Cipote: Niño/a (cipota), jovencito/a. 5 Caite: sandalia tradicional, hecha a mano, a veces con suela cortada de una llanta, 6. Catracho: Catracho es un gentilicio sinónimo de 'Hondureño'.. 7. Jaripeo: conjunto de faenas que se realizan al enlazar, colear, torear o jinetear a un caballo o a un toro. El jaripeo es un pasatiempo de origen mexicano que forma parte de las festividades celebradas en la mayoría de los pueblos del país